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NúM 6
7. RESEÑAS BIBLIOGRÁFICAS
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7.4 · PERAL VEGA, Emilio, Pierrot / Lorca. White carnaval of black desire, Woodbridge, Tamesis, 2015.


Jesús Rubio Jiménez
 

 

Portada del libro


PERAL VEGA, Emilio, Pierrot / Lorca. White carnaval of black desire, Woodbridge, Tamesis, 2015.

Jesús Rubio Jiménez


“¡Pobre Pierrot! ¡Pobre máscara de mi corazón…! Ay, ¡qué triste es toda la humanidad!”
F. García Lorca, “Pierrot. Poema íntimo”, (1918)


Pierrot es uno de los iconos indudables de la modernidad. Aunque proviene de la tradición de la commedia dell’arte, de la mano del mimo francés Jean-Gaspard Debureau se transformó en una figuración del artista moderno idealista y soñador. El ya clásico estudio de Starobinski Retrato del artista como saltimbanqui fijó las coordenadas fundamentales de este cambio que otros muchos no han hecho sino completar y matizar, como sucede con Jean Palacio, Pierrot fin-de-siècle ou les métamorpohoses d´un masque (1990).

Emilio Peral Vega viene desde hace años reconstruyendo su presencia en el teatro español: en Formas del teatro español del siglo XX (1892-1939) (2001) ya le dedicó un capítulo. Le siguieron una antología de textos franceses, hispanoamericanos y españoles en La vuelta de Pierrot. Poética moderna de una máscara antigua (2007) y De un teatro en silencio. La pantomima en España de 1890 a 1939 (2008). El primer capítulo del libro que comento ofrece una síntesis de la trayectoria de la máscara de Pierrot en la modernidad desde que Deburau inició su transformación en el Théâtre des Fanumbules. La máscara clásica se convirtió entonces en un ser teatral escéptico, socarrón, astuto y sutil. Expresándose mímicamente, en silencio. Otros le devolverían la palabra, pero el camino de su nuevo discurso estaba ya trazado. Y fue sobre todo en la pantomima donde alcanzó sus formulaciones más representativas: Colombine pardonnée (1897), de Paul Margueritte, o La rédemption de Pierrot (1903), de Léon Hennique, pongamos por caso. Iría adquiriendo nuevas facetas la máscara blanca de la mano de Edward Gordon Craig o Charlot. Esto por no hablar de su obsesiva presencia en las artes plásticas que nos llevan hasta el propio García Lorca pasando por Picasso, Juan Gris o Dalí aun sin salir de la pintura española. El cuidado recuento de Peral Vega nos ahorra entrar en detalles.

Se encuentra por lo tanto el autor familiarizado con la rica y múltiple tradición de este personaje que ocupa un lugar central en el imaginario lorquiano, que es el asunto del libro que reseño. Los estudiosos de García Lorca ya le vienen prestando atención por su llamativa y constante presencia tanto en sus obras literarias como en sus dibujos, pero hasta ahora no se le había dedicado una monografía tan exhaustiva salvo en el libro de David George The history of the commedia dell’arte in modern hispanic literature with special attention of García Lorca (1995), donde jalonó con bastante precisión la presencia de esta máscara en el teatro modernista español y catalán con el que entronca la producción lorquiana.

Emilio Peral Vega va más lejos en sus planteamientos y, además de mostrar estas continuidades y las múltiples facetas de Pierrot, presenta como hipótesis de trabajo el personaje de Pierrot como la codificación más evidente de la homosexualidad del poeta, la máscara que utilizó para conocerse, esconder o mostrar según los momentos este imprescindible aspecto de su personalidad. Con esta máscara, por un lado se protegía, por otro, mostraba su lado más íntimo y oscuro. Si el poeta en un mundo cada vez más materialista es marginado, su condición de homosexual aún refuerza más esta marginación. Según Peral Vega, en Pierrot encuentra Lorca una forma de hacer diálogo lo que antes era monólogo culpabilizante. A través de él se pregunta sobre su modo de amar y sobre su manera de entender la belleza.

La elección de una máscara implica un acto de afirmación, pero también de negación restrictiva. García Lorca hizo suyos los rasgos que el bufón blanco había adquirido desde el siglo XIX: poeta, soñador, ser lastimero, abocado al fracaso amoroso y también máscara connotada homoeróticamente desde Paul Verlaine, con cuya obra tropezó el poeta granadino todavía adolescente y que se estudia en el capítulo segundo del libro. Su poema “Pierrot gamin” condujo al personaje por derroteros inexplorados al dotar a su bufón de un carácter efébico. Amargura y desilusión son rasgos habituales en este Pierrot, que Federico llevó mucho más lejos que el poeta maldito francés. Otras versiones del personaje en la literatura finisecular, además, lo fueron dotando de una ambigüedad que amplió más todavía su versatilidad.

El poema en prosa “Pierrot. Poema íntimo”, fechado el 9 de marzo de 1918 y publicado en 1996 en el volumen de Prosa inédita de juventud de García Lorca puede ser anotado como hito inicial de la aparición en su obra de un Pierrot efébico de sexualidad ambigua y que busca protegerse de las risas de los otros por las calles con su cara empolvada de blanco. Es el punto de partida del capítulo tercero y la puerta de entrada del personaje en el mundo lorquiano como alter ego del joven poeta. El dolor y el temor al fracaso mantienen apartado y hasta recluido a este Pierrot, pero ensoñando siempre la consumación de sus deseos, entregándose sin limitaciones al cumplimiento de sus impulsos más íntimos. Disfrazado con esta máscara puede asumir y sobrellevar su condición. Texto liminar y revelador por lo tanto este poema predecesor de otros más maduros como Oda y burla de Sesostris y Sardanápalo o el drama El público. García Lorca no se decanta todavía por un deseo homosexual excluyente, pero en opinión de Peral Vega, evidencia su querencia hacia él. Algunos otros poemas de las mismas fechas refuerzan esta lectura: “Crepúsculo espiritual”, “Carnaval. Visión interior”.

Federico andaba explorando posibilidades expresivas no solo líricas, sino también plásticas y en este aspecto resultaron importantes acicates su conocimiento del pintor uruguayo Rafael Barradas o la obra de Jean Cocteau, tal como se documenta y explica en el capítulo cuarto. Con Barradas se estableció una pronta empatía y el análisis de su obra lo muestra como creador entre otros varios del ismo clwonismo, que dio lugar en su pintura a unos rostros planos y de óvalo bien delimitados, pero que tienen el espacio ocular apenas insinuado, pero inquietante. Pretendía así mostrar el lado oculto del personaje retratado. También Dalí andaba por entonces tanteando con personajes de la commedia dell’arte y reservó Pierrot para pintar a su amigo Federico. Y Cocteau, por su lado, en sus dibujos pierrotianos caracterizó al bufón blanco con rasgos afeminados. Federico a su vez no iba a dejar de pintar a su amigo Salvador metamorfoseado en una especie de Pierrot cobijado por una luna en “Retrato de Salvador Dalí” (1927). Los dibujos de Lorca ofrecen alrededor de sesenta imágenes donde el tema pierrotiano juega algún papel significativo. Es decir, no solo la obra literaria sino la plástica es rica en sugerencias en este asunto, tal como Peral Vega estudia diferenciando diversas categorías. Desdoblamientos de la máscara, rostros lacrimosos que delatan un sufrimiento omnímodo y otros elementos que configuran un revelador mundo simbólico se repiten una y otra vez.

El capítulo quinto trata de ahondar en la enigmática relación entre Federico García Lorca y Salvador Dalí, que ha sido objeto de múltiples indagaciones que han tratado de acotar el amor que no pudo ser. Peral Vega se ciñe al seguimiento del tema de Pierrot y de la commedia dell’arte en manifestaciones literarias y pictóricas que arrojan alguna luz posible sobre sus relaciones. El paseo de Buster Keaton (1925) sería ya en alguno de sus estratos una primera manifestación de la turbación sexual de Federico nacida de su trato con Salvador y en consecuencia una alegoría del amor homosexual sublimado. El tema de San Sebastián, otra de las máscaras en las que Dalí y Lorca cifraron su relación, cobra asimismo todo su sentido en estas coordenadas. Buster Keaton, después de todo, tiene rasgos coincidentes con los de Pierrot. También Charlot y desde luego los tres comparten una común tristeza melancólica de payasos.

El examen de las pinturas a que dio lugar la amistad entre Dalí y García Lorca revela el devenir de su relación, evitando Dalí la identificación con Lorca figurado como Pierrot mientras él lo hacía como Arlequín en el cuadro “Pierrot tocant la guitarra (Pintura cubista)” (1925). La complicada relación que Dalí tuvo siempre con el sexo frenó los intentos conquistadores de Lorca. Parapetados en sus máscaras deshojaron indefinidamente la margarita de sus deseos sin llegar al parecer a consumarlos.

En el capítulo sexto, el libro nos adentra en la interpretación del drama lorquiano Amor de don Perlimplín con Belisa en su jardín, escrito en 1926, pero no estrenado hasta 1933, tras un frustrado intento en 1929. La supuesta sencillez de su temática –el matrimonio desigual entre hombre viejo y mujer joven– y su aparente carácter entremesil han hecho que se haya tardado en descubrir su complejidad trágica, que se apoya sobre todo en la condición polimórfica de Perlimplín y el complejo proceso que vive en su mundo interior y que lo aproximan al mundo de Pierrot tal como aparece en el conjunto de la obra lorquiana, de manera que Perlimplín, según Peral Vega, de su deseo heterosexual inicial, al menos en apariencia, pasaría a un rechazo del mundo femenino forjado desde la infancia, dando lugar a una sucesión de ambigüedades eróticas en su comportamiento. No acabo de ver, no obstante, una solución homoerótica a sus conflictos en el final del drama tal como se propone y la simbología desarrollada se resiste a desvelar todo su sentido.

En el último capítulo analiza los dramas de impronta surrealista El público (1929) y Así que pasen cinco años (1931). Aunque en el imaginario surrealista internacional los personajes de la commedia dell’arte y en concreto Pierrot no tuvieron la importancia que había mantenido en la cultura finisecular, García Lorca continuó desarrollando sus posibilidades tras su acercamiento a este movimiento vanguardista y a su paso por Nueva York, decisivo en la aceptación de su condición sexual. En estos dos dramas y en los dibujos coetáneos recurrió a estas máscaras para seguir explicando su mundo y para explicarse a sí mismo. Para Peral Vega el Arlequín blanco de El público y el Payaso de Así que pasen cinco años se asumen como proyecciones inconscientes de un yo (llámense Enrique o Joven) en continua lucha por mostrarse, pero a la vez con miedo lo que les lleva a ocultarse tras máscaras. Se realiza un ponderado análisis de los mecanismos de enmascaramiento del autor en estos personajes o máscaras en los dos dramas.

Los mejores libros son aquellos que cuando se cierran tras su lectura dejan la mente más abierta y llena de preguntas. Este libro pertenece a esa estirpe. Muestra claves fundamentales de la personalidad de García Lorca proyectadas en sus creaciones artísticas. Invita a indagar en la tradición moderna que sustenta su mundo simbólico que complementa y completa su compleja simbología en cuyo arcaísmo se ha insistido en ocasiones más de lo necesario. El poso de la cultura popular en la configuración de su mundo artístico es indiscutible, pero no es menos cierto que realizó un enorme esfuerzo incorporando elementos culturales de la gran cultura burguesa internacional de su tiempo. Es lo que pretende mostrar este libro, si mi lectura no resulta errónea, y lo logra con solvencia.

 

 

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